ALVARO BARAIBAR es miembro de ZABALTZEN, Asociación integrada en GEROA BAI

Alvaro Baraibar
Alvaro Baraibar

No está de moda ser nacionalista. Es la conclusión a la que uno puede llegar leyendo la prensa y algunos trabajos de pensamiento político. Y es que resulta complicado ser nacionalista en este tiempo y en este lugar, en el que el nacionalismo tiene tan mala prensa. Y lo es, sobre todo, cuando el hecho nacional se analiza desde parámetros y posicionamientos antiguos, anclados en realidades que distan mucho de lo que hoy en día es el nacionalismo o, al menos, ese nacionalismo cívico y democrático que muchos defendemos a la hora de dar respuestas a esa pregunta tan propia de la condición sobre la identidad.

Desde hace ya bastantes años —décadas sería más acertado decir—, no han cesado las críticas al nacionalismo en general y al nacionalismo de las naciones sin Estado en particular. Separatista e insolidario son algunos de los calificativos que han lanzado sus detractores de derechas y de izquierdas, términos cargados, por cierto, con todo el peso ideológico de proyectos políticos que fueron y que pueden ser muy poco democráticos. Antiguo es otro de los adjetivos que suelen acompañar al nacionalismo en estas críticas, ya que al parecer las naciones son esos entes decimonónicos que han quedado obsoletos, superados por la realidad del siglo XXI. Sin embargo, no es así, ya que muchas de estas críticas falsean la realidad de un nacionalismo del siglo XXI que nada tiene que ver con las críticas que se vierten sobre él.

En este sentido, si analizamos las posiciones desde las que se lanzan esas críticas comprobaremos que hay fundamentalmente [highlight]tres tipos distintos[/highlight]. En primer lugar, un nacionalismo español confeso que reivindica la soberanía nacional de todos los españoles y la indisolubilidad de la nación española. Ese nacionalismo busca, discursivamente, una foto fija en 1978 con el argumento del consenso constitucional, utilizando la Carta Magna no como un marco de convivencia, sino como una trinchera, como un totem que no pudiera ser modificado, cuando es más que evidente que ya no cuenta con el consenso político y territorial que Adolfo Suárez buscó durante la Transición (un consenso, por cierto, que no encontró en el País Vasco, que sí se dio en Cataluña, pero que hoy no existe y que fue rechazado por aquella AP, germen del actual PP, y por UPN).

En segundo lugar, un nacionalismo español inconfeso —o vergonzante— compartido por un navarrismo que no es sino la versión más antigua de ese nacionalismo español y por un discurso que dice superar esa lógica nacionalista, pero que en realidad hace del Estado español —y de la nación española— un absoluto incuestionable. Ambos se refieren a la identidad como una cuestión que quedaría fuera de la opinión, fuera de la política, de la conversación, de la negociación, de la democracia en definitiva.

Y en tercer lugar, un estatalismo jacobino —nacionalista español confeso o inconfeso— que entiende la cuestión del autogobierno y de las identidades desde una lógica descentralizadora de un Estado preexistente, ya sea desde planteamientos federalistas o simplemente autonómicos. Este posicionamiento olvida en muchos casos la diferencia cualitativa que la lógica de la Transición quiso tener en cuenta a la hora de distinguir entre regiones y nacionalidades, unas nacionalidades que se ven a sí mismas como naciones con toda la legitimidad política que dan las mayorías en democracia.

Además de estas tres posiciones, hay, creo, una cuarta que es, precisamente, con la que el nacionalismo cívico tiene más puntos en común: un posicionamiento radicalmente democrático que defiende la organización de una sociedad desde distintas formas de entender la identidad —las identidades—, sea desde una lógica nacional o no, pero respetando todas esas diferentes propuestas y buscando y explorando nuevas maneras de construir un proyecto político plural, basado en la convivencia. Pero es importante tener en cuenta que esa convivencia no tiene por qué darse en esa foto fija de la actual conformación de los Estados, sino abierta a los cambios que la sociedad pueda ir decidiendo en cada momento.

[box type=»alert» size=»large»]Lo antiguo en política por tanto no es el nacionalismo, sino la defensa de absolutos, sean estos la soberanía nacional o un Estado que decide, graciosamente, una organización descentralizada que no responde a las demandas de una de sus partes en la medida en que esa ciudadanía se ve a sí misma como una nación con derecho a un Estado propio. Lo antiguo en política es aceptar que el único sujeto político en España es el pueblo español en su conjunto, cuando es más que evidente que en el Estado hay varios sujetos políticos con distintos grados de autorrepresentación, sujetos, por otro lado, que en el caso de los territorios forales han sido reconocidos por la propia Constitución a través de la Adicional Primera.[/box]

Porque el nacionalismo hoy no defiende los derechos de naciones preexistentes que dicen a los ciudadanos lo que deben pensar, cómo deben sentirse o cómo organizar su presente y su futuro. Es el tradicionalismo el que entiende las naciones como entes con voluntad propia al margen de lo que sus ciudadanos y ciudadanas opinan. Es el tradicionalismo el que cree que la ciudadanía (vista en ocasiones como súbditos) puede volverse loca a la hora de defender una forma distinta de organizarse políticamente. Es el tradicionalismo el que quiere hacernos esclavos de la Historia, ya sea la de los ganadores o la de los perdedores. Y es el tradicionalismo el que habla de soberanías absolutas, únicas e indivisibles.

Frente a ello, el nacionalismo cívico, el nacionalismo del siglo XXI, defiende el derecho de los individuos, de ciudadanos y ciudadanas, a expresar cómo sienten y viven su identidad, su derecho a construir un proyecto político de futuro que responda a su manera de comprender la realidad y su derecho a decidir libre y democráticamente que son un sujeto político con todas sus consecuencias.

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