Fernando Mikelarena, miembro de Zabaltzen, Asociación integrada en Geroa Bai*
Uno de los elementos que más ha marcado al país vasconavarro en los dos últimos siglos ha sido la violencia política explícita, actuando como factor importantísimo en relación con la evolución políticoideológica en general del territorio, así como en relación con el posicionamiento de las personas ante las alternativas en pugna.
Por otro lado, la mayor brutalidad, por su mayor modernidad, de la guerra civil de 1936-1939, en la que Navarra fue el epicentro de la conspiración de los sublevados, no es entendible sin la simiente de intolerancia de las contiendas del siglo anterior. Por último, la espiral de las últimas décadas en forma de conflicto de baja intensidad (sin que este último elemento calificativo signifique en absoluto rebajar su carácter salvaje e inhumano), heredera de la represión franquista durante la Dictadura, y cuyos agentes principales han sido desde finales de los años setenta primordialmente la bárbara actividad terrorista de ETA, y muy secundariamente la violencia del Estado y de agentes parapoliciales, ha dejado heridas que tardarán tiempo en cicatrizar en relación con las pérdidas de vidas humanas y las conculcaciones de derechos humanos registradas.
A nuestro entender, si aplicamos todos los conceptos anteriores a las guerras civiles abiertas registradas en nuestro suelo, así como al conflicto de baja intensidad de las últimas décadas, podremos comprender mejor la persistencia de la violencia política en nuestro suelo. En todas esas dinámicas los alzados contra el poder establecido han conseguido, en diferente medida según las épocas (pero en cualquier caso, significativa para cada contexto), un número amplio de seguidores, cohesionados, convencidos y comprometidos con el ejercicio de la violencia, logrando además cierta respetabilidad y legitimidad social.
Y todo eso vale para los carlistas del siglo XIX, los carlofascistas de 1936 e incluso para la izquierda abertzale de finales del siglo XX y principios del XXI.
La gestión de la memoria de la violencia política es, como es sabido, un tema de gran actualidad en el terreno de lo político. Desde la consideración del historiador que ha investigado la masacre que se registró en Navarra en el verano y otoño de 1936 y que cada vez descubre datos nuevos sobre la misma y como miembro de esta sociedad que abomina del dolor y del sufrimiento de la violencia de estas últimas décadas, generada mayormente por ETA, no compartimos el triple reduccionismo que se suele hacer del tema.
Una consideración integral de la violencia política en el plano analítico ayuda a entender mejor cuestiones ciertamente complejas: desde cómo funcionan los mecanismos de socialización, de legitimación y de ocultamiento de la práctica de una violencia política bárbara hasta cómo se efectúa la gestión de la memoria y del olvido por parte de las instituciones, las familias, los grupos y las personas. Asimismo, tal enfoque global dificulta el mantenimiento de actitudes incívicas y escapistas como las de aquéllos que persisten en el negacionismo o en la subestimación de las responsabilidades de los ideológica o familiarmente próximos en la generación de sufrimiento al adversario político.