J. Ignacio Lacasta Zabalza

Por  José Ignacio Lacasta-Zabalza

Sugerente reflexión de nuestro compañero constatando la perturbadora coincidencia de la derecha gobernante y la vieja izquierda revolucionaria en la idea premoderna del «desmantelamiento del Estado». 

Desde que Lenin escribiera El Estado y la revolución, la izquierda revolucionaria mundial se atuvo a que la destrucción del Estado capitalista era requisito necesario para la toma del poder. Además la revolución bolchevique reforzó, como experiencia, esa condición.

Éste es un ideario premoderno, elaborado para Estados no desarrollados con casi exclusivas funciones policiales y militares. Desde que el Estado capitalista es más complejo y asumió funciones sociales no menos complicadas (educación, cultura, vivienda, sanidad, etcétera), quedó perfectamente anticuado el programa leninista de cambiar las instituciones estatales destruidas por otras de nuevo cuño (la dictadura del proletariado). Si bien es harto sabido igualmente que la propia dictadura del proletariado de la URSS se convirtió en la tiranía absoluta del partido único y en una estatolatría sin parangón en el mundo.

Parece mentira, pero hay gentes que, en pleno siglo XXI, siguen con esas tesis premodernas contra el Estado que cavilara Lenin a inicios del XX. Pero ahora son las cabezas pensantes de la derecha ultraconservadora quienes quieren que el Estado desaparezca y hacen todo lo posible para que así sea. Como dijo un autor norteamericano de la era Reagan: «se ha de lograr que el Estado sea tan pequeño como para ahogarlo en una bañera». No lo pudo proponer mejor un Marx decimonónico: el Estado es material sobrante y un ente parasitario. Y lo que quieren estos pensadores y políticos de hoy, más conocidos como neoliberales, es volver a los tiempos de Lenin: cuando el Estado solamente cumplía las funciones coercitivas del Ejército y la policía, para garantizar, dicen ahora, la seguridad de bienes y personas.

Aunque si se fija uno bien, esto no es nada nuevo. Cánovas del Castillo, personaje histórico muy querido en el PP y nombre de su Fundación hasta el surgimiento de la FAES, veía también una España con un Estado mínimo ocupado de la seguridad (Ejército y Guardia Civil), en una sociedad de propietarios con un Código Civil de amos y criados. Las numerosas exclusiones: pobres, obreros, jornaleros, trabajadores de todo tipo, quienes no tenían derecho a asociarse, se convertían así en un problema de orden público. Posiciones escritas por Cánovas siempre vivas en el alma del PP, aunque les hayan puesto sordina; programa que pasaba por no admitir para el Estado otra misión que la protección de la propiedad y la conservación del orden público (doctrina recogida en La defensa de la Sociedad, Madrid, 1872).

El Gobierno del Partido Popular se atiene exactamente a ese ideal canovista del Estado renacuajo, ajeno por completo al moderno Estado social que sin embargo figura en los primeros artículos de la Constitución española de 1978. El PP contempla siempre al Estado como una negativa fuente de dispendios, subvenciones (palabra maldita para nuestra derecha), enojosos subsidios de las personas en paro, contrario a su hueca noción de la competitividad, pues no en vano De Guindos es ministro de Economía y ¡competitividad!…

Para nuestra derecha el Estado dificulta la acción de los emprendedores (otra denominación que se las trae), es obstáculo serio para la sociedad civil (el concepto más utilizado por personajes como Mario Conde), sinónimo de sopa boba, zapateril cheque bebé, ruina subvencionada del cine español y demás «partidos de la ceja» (como llaman en Intereconomía a nuestros decentes actores y actrices cuando protestan), y, en fin, gasto de los gastos, en un tiempo de ahorro, cinturones apretados y fin de fiesta. Porque siguen con la mentirosa copla cansina que nos reprocha haber vivido por encima de nuestras posibilidades y que, en realidad, hemos gastado demasiado. Como si las instituciones financieras no hubieran prestado el dinero que circuló en tiempo de los pelotazos ladrilleros y los bancos alemanes no hubieran inyectado líquido elemento a las cajas de ahorro y demás entidades españolas en sus dislates inmobiliarios tipo Bankia.

La propaganda previa y sostenida contra los funcionarios ha hecho que muchas personas, y votantes del PP se creyeran de buena fe esa música antiburocrática. Luego han comprobado la verdadera letra de la partitura y aprendido que la gran mayoría de los funcionarios lo son de educación y sanidad, cuando no bomberos y policías municipales, y ahora todo son quejas por los recortes en esas funciones imprescindibles para una vida cotidiana medianamente civilizada.

No hay que creer para nada al PP cuando sus dirigentes afirman realizar los recortes a disgusto. Los famosos viernes seguro que se frotan las manos porque ya ven al Estado del tamaño de una bañera. El famoso «¡que les jodan!» y, no se nos olvide, los posteriores aplausos parlamentarios son bastante más que el exabrupto maleducado de una señoritinga surgida de las familiares páginas de Oligarquía y caciquismo de Joaquín Costa, en su variante Fabra de Castellón de la Plana. Son un grito de guerra contra el Estado social que, para colmo, pervive en la Constitución.

Lo hacen a gusto y a conciencia; quizá les moleste algo lo del IVA o medidas semejantes por ser un monumento demasiado visible a su descaro electoral. Pero incrementar las privatizaciones, desmantelar la sanidad pública, mercantilizar la salud con la creación de una para ricos y otra para pobres, paralizar las dotaciones de la Justicia, subir las tasas universitarias, demoler el empleo público en universidades e institutos, cavar la tumba del trabajo contratado en todas las administraciones, retroceder en las inversiones de investigación, desatender la Formación Profesional y su profesorado, etcétera, no es sino la realización a marchas forzadas de todas las aspiraciones de la derecha para desguazar el Estado social.

Sus medios de comunicación, ¿no nos decían, un día sí y otro también, que los extranjeros colapsan la Seguridad Social? Pues esa ha sido la antesala propagandística de la expulsión de los sin papeles del derecho a la salud. Y va a ser la auténtica razón del colapso de las urgencias, junto a la falta real (¡sí, falta!) de médicos y enfermeras, porque se van a ver abocados los inmigrantes ilegales a emplear esa vía.

El informado libro de Naomi Klein La doctrina del shock puede que sea un tanto unilateral. Pero la actual política del PP responde plenamente a sus presupuestos centrales:

a) se realiza dentro de los primeros catorce meses de gobierno, donde han de tener lugar las medidas más brutales e inaceptables;

b) se hace al calor de una situación excepcional, en este caso una crisis financiera sin precedentes y cuando el miedo se ha generalizado; c) con la intención de convertir esas decisiones contra el Estado en irreversibles.

Pero que sean o no irreversibles depende también de nosotros mismos, de no aceptar pasivamente semejante cúmulo de barbaridades contra el trabajo de tantos años. De no creernos el «no hay alternativa» de Mariano Rajoy cuando, a la vuelta de la pirenaica esquina, Hollande ha incluido 60.000 nuevas plazas de profesor en su programa electoral; y, si se cruza el Atlántico, Brasil acaba de aprobar un presupuesto de muchos miles de millones de euros para ejecutar obras públicas en los próximos veinte años.

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