Alvaro Baraibar, miembro de Zabaltzen (asociación integrada en Geroa Bai)

Alvaro Baraibar

Hasta no hace demasiado tiempo, la ciudadanía percibía en UPN a un partido que basaba parte de su discurso y acción política en la defensa de la identidad de Navarra. En buena medida esa imagen se construyó en los años de la transición a la democracia por su radicalidad en la oposición al nacionalismo vasco, algo que se plasmó en el NO de los regionalistas a la Constitución de 1978.

En estas últimas décadas UPN ha diseñado su discurso sobre Navarra a partir del NO a lo vasco, en lugar de construir una imagen de país o de región con un objetivo y una planificación claros del desarrollo competencial y de la Navarra deseada 20, 30 y 50 años después del Amejoramiento.

Como le ocurriera al foralismo tradicionalista de la Diputación de los últimos años del franquismo, el foralismo de UPN se durmió en los laureles (en ese laurel al que simbólicamente nunca han renunciado), cómodo en la tranquilidad que le proporcionaban un régimen foral y un control provincial que garantizaban que salvo que los navarros se volvieran locos, los vascos no podrían hacerse con Navarra. Más amigos de inmutables (e irreales) pactos jurídicos que de cambiantes (y verdaderos) pactos políticos, los navarristas creyeron ver realizado el destino hispánico que la Historia tenía reservado al viejo Reino.

Del mismo modo que la Diputación Foral de Amadeo Marco pensó en los primeros años de la Transición que nada podía afectar al Fuero por mucho que rolaran los vientos en Madrid, UPN parece haber creído que, garantizados y respetados los derechos históricos de la foral Navarra por un supuesto pacto con el Estado, ahora sí que nada podía cambiar si Navarra no quería. Y digo bien, si Navarra no quería, no si los navarros y las navarras no lo querían. Es evidente que la última Diputación del franquismo se equivocó, y lo es también que los regionalistas navarros están tropezando en la misma piedra.

Los sectores más duros del nacionalismo español están aprovechando la crisis económica para impulsar una ola recentralizadora que fortalezca al Estado frente a las autonomías con argumentos como el ahorro económico, la eficiencia o la solidaridad. Por otro lado, no hay que olvidar que la España de las autonomías fue uno de los demonios contra los que luchó la AP sobre la que se refundaría el PP y ese mensaje recentralizador siempre tuvo sus adeptos en la derecha española (y también en la izquierda jacobina). Es curioso ver cómo el espíritu de la Constitución, que tiene como uno de sus pilares básicos el mapa autonómico español, se diluye en tiempos de crisis después de haber sido enarbolado por algunos como seña de identidad patria en la forma del constitucionalismo.

Tal vez al navarrismo le preocupe que como ocurriera a mediados del siglo XX, el gobierno del Estado vea en el regionalismo foral un peligroso germen del nacionalismo y haya preferido renunciar a nuevas competencias y aceptar los límites cada vez más estrechos del autogobierno y las claras ingerencias de Madrid en competencias exclusivas de Navarra. Tal vez el navarrismo identifique la defensa y el desarrollo del autogobierno con una reivindicación identitaria del abertzalismo. Es cierto que la superación del actual techo de competencias es una demanda de abertzales y vasquistas. Pero no lo es menos que la defensa del autogobierno y de los derechos históricos de Navarra, más allá de lo simbólico, representan la capacidad real de desarrollar políticas propias.

No podemos caer en el simplismo de algunos al defender que la crisis no sería tal si fuéramos un Estado independiente. Pero lo que sí es cierto es que sin competencias propias no podríamos aplicar las soluciones que los problemas de nuestra comunidad requieren. Porque la realidad social, cultural, económica, industrial, etc. de Navarra no es la misma que la de España y las políticas aplicadas desde Madrid y pensadas para el conjunto del Estado no son siempre las que funcionan en nuestro caso.

El autogobierno es parte de nuestra identidad, pero sobre todo es la herramienta que nos permite aplicar políticas pensadas en y dirigidas a nuestra sociedad. Por ello, al margen del signo de las políticas marcadas desde Madrid y del grado de acuerdo que los regionalistas puedan llegar a tener con ellas, no se puede aceptar que los derechos históricos de Navarra sean obviados por el Estado por medio de una legislación que afecta a competencias exclusivas. No era ese el espíritu de la Constitución de 1978 tan elogiada por algunos cuando les es útil. Y desde luego no es ese el camino a seguir si lo que se busca es una convivencia basada en el respecto a los diferentes, a quienes son sujetos de derechos históricos, no de privilegios insolidarios como algunos afirman desde un discurso populista y falseador.

Lejos quedan los años de la Transición en que los grandes partidos españoles (entonces UCD y PSOE) trabajaron activamente por reconocer la diferencia no sólo cuantitativa sino también y sobre todo cualitativa que suponía la existencia de comunidades con un alto grado de conciencia identitaria y, en el caso de los territorios forales, que eran sujetos de derechos históricos. Los ataques al autogobierno navarro más preocupantes no son las palabras grandilocuentes de quienes buscan un titular en la prensa, sino las medidas que el gobierno de Rajoy está tomando en una interpretación excesivamente amplia de lo que puede ser una legislación básica y que afecta a competencias exclusivas. Ahí es donde se mide el grado de compromiso en la defensa del autogobierno de Navarra y parece que el navarrismo y el foralismo de UPN se estuvieran diluyendo como un terrón de azúcar en un tormentoso vaso de agua.

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